23 sept 2013

Gracias

Este es mi primera entrada desde Tokyo, y cuando pensaba en cómo podría titularla, siempre me venía a la mente la misma palabra una y otra vez: GRACIAS.

Gracias a mi familia, ya que sin su apoyo y cariño jamás hubiera llegado hasta aquí, y ni siquiera hubiera empezado a estudiar esta carrera que tanto me llena. 

Gracias a mis amigos japoneses por la cálida bienvenida (y a los que aún no he podido ver, cosa que solucionaremos pronto).

Gracias a los amigos españoles que están aquí conmigo, por soportarme en los momentos de bajonas absurdas, y por acompañarme en este sueño hecho realidad. Y gracias a los que desde España me mandan también sus buenos deseos.

Gracias a todas aquellas personas anónimas que me se apiadaron de un pobre extranjero que cruzaba con 2 maletones todo Tokyo en tren, y que me ayudaron de buena gana casi sin tener que pedirlo.

Gracias a Nana, de la inmobiliaria Aquahome, por preocuparse por mí y estar atenta por si faltaba algo en el piso, y por salir a mi rescate cuando estaba incomunicado.

Pero, sobre todo, hay una persona sin la que todavía estaría dando vueltas por el aeropuerto de Narita. Para Hiroko no me llegan las palabras de agradecimiento, no es suficiente para corresponder todo lo que ha hecho por mí en estos días críticos de adaptación. Me acogió en su casa, me enseñó por el método duro a moverme por el sistema de trenes de Tokyo, siempre ha estado atenta con una sonrisa en la boca, disponible las 24 horas del día por si surgía algún problema. A mi "segunda madre japonesa", por todo esto y mucho más, gracias.

Las vistas desde el balcón de Hiroko

Bueno, tras la necesaria sección de agradecimientos, voy a comenzar con la crónica de los que han sido mis primeros días viviendo en la otra punta del mundo.

Salí de Huelva el día 15 por la tarde, rumbo a Madrid en el tren Alvia (que viene a ser casi como un AVE, pero que va hasta Mordor Huelva), y llegué sin mayores contratiempos a Atocha esa misma noche. Desde allí tuve que coger un Cercanías que me llevó hasta la T4 del Aeropuerto de Barajas, donde me recogería un microbús del hostal en el que me iba a hospedar esa noche. Aunque el microbús tardó un poco más de la cuenta en aparecer, a las 11 de la noche ya estaba descansando en mi habitación, donde había una araña que me acechaba desde el techo. Menos mal que no se movió del sitio en todo ese tiempo, y conseguí dormir algo a pesar de los nervios.

A las 7 de la mañana estaba ya en planta, y a las 8 el mismo microbús nos llevó a mí y a otros huéspedes del hostal hasta la T4. En cuanto llegué fui a facturar la maleta al mostrador de British Airways, en el cual había muy poca gente. El peso de la maleta que quería facturar había sido un auténtico quebradero de cabeza los días anteriores del viaje, ya que si el peso superaba los 23 kg, había que pagar 50 euros adicionales (100 en este caso supongo, ya que tenía que coger dos vuelos). Si superaba los 32 kg, ya sólo se podría enviar la maleta como carga pesada, con su correspondiente subida de precio. La primera vez que pesé la maleta en casa vi que llevaba 33 kg encima, así que tuve que quitar libros, diccionarios y parte de la ropa más pesada. Con la chaqueta de cuero dentro de la maleta, ésta pesaba unos 24 kg, y sin ella unos 22. Intenté facturar los 24 kg, pero no coló, así que tuve que tirarme todo el viaje cargando con la chaqueta de marras con tal de no pagar ni un céntimo más (que el billete, aun estando en oferta, había salido por un pico curioso).

Tras facturar me encontré con mi compañera de clase Rocío (que va también a la Universidad de Sophia), a la que venía a despedir su novio al aeropuerto. Desayunamos los tres, y nos dispusimos a embarcar. Aquí empezaron las "mijitas" del viaje. Entre unas cosas y otras embarcamos casi los últimos, y cuando llegamos a nuestros asientos los compartimentos para equipaje de mano que nos correspondían estaban llenos. Como mi maleta no cabía debajo de mi asiento, le pedí ayuda a un azafato, y éste me dijo que abriera todos los compartimentos del avión, que seguro que habría algún hueco para mi maleta. Después de recorrer un pasillo entero inútilmente, abrí uno de los compartimentos superiores con tan mala suerte que se cayó un maleta (que estaba muy mal colocada, no todo fue culpa mía), justo en la cabeza de la mujer que estaba sentada debajo. Colorado como un tomate y deshaciéndome en disculpas, recoloqué la maleta lo mejor que pude y cerré el compartimento. En cuanto quité la mano, éste se volvió a abrir violentamente, y la maleta le cayó de nuevo a la pobre mujer en la cabeza. En ese momento sentí lo que se quiere decir con "tierra, trágame": esa mujer probablemente me odiara, y ya casi esperaba que me invitaran "amablemente" a salir del avión por terrorista y liante. Menos mal que una azafata se dio cuenta de lo mal que lo estaba pasando, y me llevó de la mano a una zona donde pude dejar mi maleta tranquila y sin peligro para la salud de nadie más.

El vuelo Madrid-Londres se me hico bastante corto, pues Rocío y yo nos tiramos charlando todo el viaje. Una vez que llegamos a Heathrow, cogimos las maletas y corriendo nos fuimos a pasar controles y más controles, ya que nuestra escala era sólo de hora y media escasa y teníamos que cruzar toda la terminal. En el control de Madrid el detector de metales pitó cuando pasé (aunque no llevaba nada de metal encima), y en Londres volvió a pitar. Esta vez no llevaba barba de talibán, pero aun así me tuve que comer 2 registros concienzudos. Una gracia, sobre todo cuando hay que ir a contrarreloj para no perder un vuelo intercontinental.

Al final llegamos sin problemas, aunque ajustadillos de tiempo, y embarcamos con una sonrisa de alivio en el rostro. Esta vez el avión tardó en despegar casi una hora más de lo previsto, debido a que faltaban dos pasajeros que tenían que embarcar, pues habían sufrido un retraso en su vuelo de conexión. Pero al final acabaron llegando, y comenzó la parte más dura del viaje. Hay que decir que British Airways pone a disposición de sus clientes muchas formas de entretenimiento para el tedioso vuelo: películas, series de televisión, música, noticias, videojuegos en solitario o contra otros pasajeros... todo gracias a las pantallitas que tienen cada asiento en su respaldo. Aun así, ni siquiera todo eso basta para entretenerte durante unas 14 horas. Mucha gente me dice "pues duerme todo el viaje", pero eso tampoco es fácil. Esos asientos no son precisamente colchones de plumas, y el aire acondicionado del avión tampoco ayuda demasiado. Para colmo, en el asiento que había entre nosotros y el pasillo (Rocío iba en ventanilla, y yo a su lado), estaba sentada una señora japonesa que se tiró durmiendo prácticamente todo el vuelo. Bebíamos agua a buches muy cortos para no deshidratarnos, y aprovechábamos los momentos de lass comidas para ir al baño. Pero el vuelo también tuvo algo positivo: la comida no estaba nada mal, para ser comida de avión.

Os prometo que allí, al fondo, se veía el Monte Fuji

Tras picarme al Hundir la Flota y al Trivial con Rocío, intentar ver un capítulo de Doctor Who en inglés, y ver Monstruos University en latino y el Hobbit en inglés subtitulado dos veces, me di cuenta de que no podría dormir durante todo el viaje. Y así fue, aunque a la larga me vino bien no dormir durante unas 32 horas para evitar el jet lag.

Llegamos a Tokyo más o menos a la hora prevista. Cuando estábamos sobrevolando el archipiélago japonés ya estaba bastante nervioso, y le daba la murga a la pobre Rocío señalando cada cosa que veíamos desde el avión. Una vez que desembarcamos, cogimos las maletas y con un cansancio extremo nos dirigimos hacia Inmigración. Había en el aeropuerto un silencio sepulcral, que junto a los carteles de "cuarentena" le daba un toque algo siniestro a la situación. En el mostrador presentamos los formularios rellenos que nos habían proporcionado en el avión, y nos dieron la tarjeta de residente en el acto. Comparando con otros aeropuertos, el proceso fue sorprendentemente rápido y eficiente. Aun así, cuando llegamos a la puerta de salida, Hiroko ya llevaba esperando un buen rato.

El reencuentro fue maravilloso. Nos habíamos visto por Skype recientemente, así que no tuvimos problemas en reconocernos. Después de contarle brevemente cómo había ido el viaje, y de cambiar los euros que llevábamos a yenes, Hiroko acompañó a Rocío a coger el tren hasta su residencia, y le explicó cómo llegar. Tras separarnos, Hiroko y yo cogimos autobús express hasta el Aeropuerto de Haneda, ya que el Aeropuerto de Narita (en el que yo aterricé), realmente está bastante lejos de la ciudad de Tokyo.

Durante ese viaje en autobús (yo iba dando botes de alegría por dentro) tuve un momento en el que fui realmente consciente de que estaba en Japón. Fue cuando, al mirar al campo que se veía por la ventanilla, observé que lo que había más allá de la carretera era un bosque. Un bosque enorme, interminable, increíblemente verde y frondoso. Un paisaje radicalmente diferente del que estoy acostumbrado en mi Andalucía natal. No fueron los carteles en japonés, ni las constantes reverencias de todo el mundo, ni el que el señor que iba a mi lado se quedara dormido en mi hombro. El admirar la naturaleza fue lo que me hizo darme cuenta de que estaba en un lugar increíblemente lejos de casa.

Una vez en Haneda, cogimos el tren hasta casa de Hiroko, en Ota-ku (uno de los 23 Barrios Especiales que conforman el núcleo de la ciudad de Tokyo, y donde se encuentra el Aeropuerto de Haneda). Cuando íbamos a salir de la estación, ocurrió algo que, siendo una tontería, me pareció bastante curioso. En el ascensor para bajar del andén no cabíamos todos con las maletas, así que bajó primero Hiroko, y después lo hice yo. Conmigo en el ascensor se montó una mujer con su hijo pequeño, un bebé de poco menos de un añito. El chiquillo me miró abriendo muchísimo los ojos, supongo que sorprendido por ver a alguien que no tuviera los ojos rasgados y el pelo negro. Yo me puse a hacerle muecas y a decirle "konnichiwaaaaa", algo así como "holaaaaa" en japonés. La madre hizo lo mismo con el pequeño, agitándole la mano como si me saludara. La cosa es que, cuando nos bajamos del ascensor, la mujer me hizo una reverencia, ¡y me dio las gracias por haber entretenido a su hijo! Sé que no es nada realmente remarcable, pero me parece que refleja la que muchos llaman "mentalidad japonesa".

El barrio de Hiroko es muy familiar, casi como un pueblecito dentro de la macrociudad de Tokyo. La estación más cercana es muy pequeña, y sólo llega a ella un tren de una compañía privada (el transporte ferroviario de Tokyo no es público, sino que se lo disputan varias empresas privadas con sus propios trenes, vías e incluso estaciones). A un lado de la estación había una calle estrecha llena de tiendas y locales pintorescos, dando la sensación de estar de repente en el Japón de los años 60-70. Al otro lado se encontraba el barrio residencial, hacia donde nos dirigimos. Una vez en su casa, y tras saludar a Asami (la hija de Hiroko) y a Gon (el perro, la cosica más bonica del mundo entero), me di una ducha y nos fuimos a comer corriendo, ya que a las 3 había quedado con Nana (de la inmobiliaria Aquahome), para ver el piso y hacer los trámites del contrato.

Comimos en un restaurante de soba y udon (tipos de fideos) muy pequeñito y muy típico japonés. Tras eso, Hiroko me explicó qué trenes tendría que coger para llegar hasta donde había quedado con Nana, ya que tenía que volver al trabajo y no podría acompañarme. Me dio una llave de casa, un papel con indicaciones por si me perdía, una tarjeta de metro (como un bonobús), una tarjeta de teléfono por si tenía que llamar desde una cabina, dinero para emergencias, una palmadita en la espalda y un "¡Suerte!". 

Y así, recién llegado al mayor área metropolitana del mundo, tras un viaje de casi 18 horas, y más perdido que el barco del arroz, me soltó en la estación de Shinagawa (que no es precisamente de las pequeñitas). Quería que aprendiera a moverme por el entramado de trenes y metros de Tokyo. Y vaya si aprendí. Pero esta entrada ya se está alargando demasiado, así que la continuación de esto ya será otra historia.

¡Adelanto de la próxima entrada! Recién llegado de comprar el futón

16 sept 2013

Camino a casa

En el momento en que estoy escribiendo esta entrada, faltan apenas 20 minutos para que el microbús del hostal me lleve a Barajas.

Anoche llegué a Madrid, cargando con dos maletas y una mochila que pesan un quintal y medio, y casi con la lengua fuera. Como "amablemente" me recuerda siempre mi madre, tengo un don para no saber organizar mi tiempo. Mi abuela añade que siete cosas se sacan del padrino, así que supongo que la culpa será de mi tío Rafi.

Bueno, que me voy por las ramas. En breve esta aventura va a empezar, y durante las próximas... ¿18 horas? No tengo muy claro cuánto durará esto, pero espero poder dormirme en el avión. Al menos un poquito. Que cuando llegue a Tokyo, ciudad que dejé hace ya 16 años, me espera una de las jornadas más difíciles de todo estudiante internacional. Y también una de las más bonitas.

Pero, eso sí, ya será otra historia que escribiré (si Dios quiere) desde mi pisito de Suginami-ku. ¡Hasta luego!

Ámonoh par calle cabesa